El bar
LA BALSA DE LA MEDUSA
EL OTRO día estaba en un bar que no frecuento, un bar alejado de mi barrio. Era un bar corriente y moliente, uno de esos con barra metálica, expositores acristalados donde los mejillones van cambiando de color, la lotería de Navidad a la vista, una bufanda del Real Madrid en lugar preeminente y un televisor encendido sin sonido. Ya saben, un bar que no es de diseño ni está de moda. Un bar de un extremeño o de un asturiano que emigró a Madrid hace treinta años y que, por eso, exhibe también en sitio destacado una talla de la Virgen local y un cartel de las fiestas patronales. Un bar que se puede llamar Bar Tomás, y a correr.
Faltarían diez minutos para las ocho de la tarde, y aquello estaba muy animado. Lleno. Me sorprendió favorablemente. Era un día entre semana. Luego dirán que hay crisis, que no se consume, me dije. Parejas, pequeños grupos, amigos. Vinos, cervezas, copas, algún café.
De pronto, el bar se fue vaciando. Se vació. Fue algo muy repentino. Me llamó la atención. Pensé: ah, pues igual todos estos son compañeros de trabajo y tienen una cena de empresa. O habrá un teatro o un cine por aquí, y va a empezar la función. Luego dirán que nadie va al cine ni al teatro, etc. Pagué mi consumición y salí a la calle, pues no me gusta estar solo en un bar desconocido.
La función iba a empezar, sí, pero era un funeral. Todos los que acababan de salir del bar estaban entrando por la estrecha puerta lateral de una iglesia situada justo enfrente.
¡Cómo no se me había ocurrido antes! Los españoles tenemos la costumbre de, antes de por la iglesia, pasar por el bar de al lado cuando hay plan de funeral. Y no sólo antes, también después. Y no sólo antes y después, algunos también durante. Por eso, bien mirado, se habían quedado un par de tipos en el bar, de esos que entran subrepticiamente al funeral con el único objetivo de saludar a la familia del difunto.
Y es que un funeral es un mal trago, y no son pocos los que necesitan un buen trago para sobrellevarlo. Las cafeterías de los tanatorios, si caemos en la cuenta, son un negocio seguro.
Anoté en mi libreta que la muerte es un gran activador de la hostelería. Los bares que están junto a las iglesias rara vez se van a pique. Es verdad que, con el muerto, pierden un cliente fijo potencial, pero ganan muchos más esporádicos.